Las mañanas de agosto, el comedor del hotel Cavanna, uno de los clásicos de La Manga del Mar Menor, celebra un ritual ancestral. A las 9, una legión de turistas, la mayor parte de familias procedentes de la España sin playa, atraviesa el lobby para enfrentarse con la hueste de camareros, curtida en mil combates, en lo que se viene a llamar La Batalla del Bufé Libre.
La riada humana asalta las bandejitas ávida de cruasanes, muesli y rodajas de sandía. Llenan los platos sin pensar, por puro estímulo, mientras se ocupan de que el niño no meta la mano en la tostadora de pan. Hay familias de cuatro miembros que acumulan seis platos sobre la mesa, más dos yogures que servirán de refrigerio de media mañana. En un momento dado, los camareros no pueden con tanta voracidad: no han repuesto una bandeja cuando ya la flanquean otras dos vacías. Incluso, cuando sale una remesa de bollitos de chocolate, sin duda la mercancía con más tirón, un puñado de veraneantes sigue al camarero desde la puerta de la cocina hasta la bandeja para asegurarse una pieza caliente.
En solo dos horas, de 8 a 10, más de mil huéspedes pasarán como una marabunta por el bufé para acumular energía de cara a un largo día de playa. Con 407 habitaciones, el Cavanna es uno de los mayores hoteles del país. Año tras año, desde finales de los 70, el hotel cuelga el cartel de no hay habitaciones durante el verano. No importa que el destino ya no esté de moda, ni siquiera que se estén muriendo los peces del Mar Menor: La Manga siempre está llena en verano.
Un éxito sin paliativos que, sin embargo, poco tiene que ver con el resort de lujo que soñó el franquismo. “La Manga es el proyecto de un hombre, Tomás Maestre, que quiso convertirla en un núcleo de turismo de alto nivel”, dice José Luis Domínguez, historiador, periodista y autor de obras clave sobre el desarrollo de la zona. “Pero sucedió que, con la crisis del petróleo, todo esto se descontroló“.
El sueño de dos hombres
En 1963, cuando las primeras excavadoras llegaron a esta lengua de arena entre mares, la idea pasaba por edificar lo mínimo y respetar la singularidad del espacio natural. El dueño de los terrenos, el empresario Tomás Maestre, puso el proyecto en manos del arquitecto Antonio Bonet, uno de los discípulos aventajados de Le Corbusier. Su concepto, según detalla a este periódico su hija Victoria Bonet, rompía con todo lo establecido. “Mi padre proyectó varios núcleos de población separados entre sí por dos kilómetros de naturaleza virgen. En cada núcleo había una serie de viviendas bajas, una torre y varios hoteles. También el colmado, la farmacia, un pequeño centro médico y los comercios esenciales Era, por explicarlo en términos actuales, varias ciudades de los 15 minutos a lo largo de la lengua, donde siempre primaba el peatón sobre los coches”.
El plan contaba con total apoyo del franquismo. Como Benidorm o Marbella, La Manga nació para sanear las cuentas de Franco: “A comienzos de los 60 es cuando los tecnócratas acceden al Gobierno y se empeñan en equilibrar la balanza de pagos, que era algo que a Franco le daba igual. Lo que es José Banús en Marbella, lo fue Maestre en La Manga. Recibe ayudas durante los dos primeros planes de desarrollo, en concreto créditos al 4%, cuando los bancos te los daban al 22%”, detalla Domínguez. “Hay que tener en cuenta que Maestre estaba doblemente legitimado para el régimen: su tío era íntimo amigo de López Pinto, figura clave de la Guerra Civil, y el propio Maestre también era miembro del Opus Dei, lo que le congraciaba con la rama tecnócrata del Gobierno”.
A lo largo de la década de los 60, Bonet se obsesionó con construir la mejor versión posible de La Manga. “Viajó a Israel, a Nueva York, a Brasil… a todos los sitios donde tuvieran un paraje similar. Mi padre quería saber cómo habían resuelto sus retos en otras partes del mundo: cómo se accedía a los suministros, cómo afrontaban la cuestión del desagüe, los problemas que podía conllevar tener un nivel freático tan alto…”, recuerda su hija. “Se volcó en el proyecto, siempre desde una perspectiva de la arquitectura racionalista“.
Victoria Bonet pasó los veranos de su infancia en La Manga, junto a su padre. Era un territorio virgen, jalonado por un puñado de edificios: los hoteles Entremares y Galúa, y las torres hexagonales y el club náutico de Bonet. “Era una experiencia única. Una sola carretera vertebraba La Manga de norte a sur. Yo la recorría en bicicleta, y a menudo no me encontraba con nadie en varios kilómetros. Tanto era así que, cuando pasaba un coche, se paraba para ver si estabas bien o te podían acercar a algún sitio”, recuerda Victoria, que ha seguido los pasos de su padre en la arquitectura.
Los pocos turistas que había respondían al perfil que buscaban Maestre y Fraga. “Lo que venía era gente de Madrid, personas con recursos económicos. Había familias de renombre, como los Osborne y los Domecq, que se habían hecho con una casita aquí. Era el paraíso: por las tardes nos íbamos a pescar al Mar Menor, siempre cuidando de usar veleros o barquitos sin motor para no molestar con el ruido a los veraneantes. Recuerdo que el agua estaba tan llena de caballitos de mar, que terminaron poniéndoselo de mascota a La Manga”.
No obstante, cuando empezaban a llegar los suecos con sus coronas, todo se vino abajo. La conjunción de dos crisis, la del petróleo y la muerte de Franco, impactaron de modo crítico sobre La Manga. Desde Madrid se empezó a considerar el proyecto de Bonet como “demasiado elitista”, en tanto que no estaba consiguiendo las cifras de Benidorm o Marbella, y se cortó el grifo de golpe. “Sin ayudas, La Manga no podía seguir desarrollándose”, explica Domínguez, de modo que Tomás Maestre se vio obligado a rehacer el parcelario. Primero redujo de 2 a 1,2 los espacios vírgenes entre núcleos y después utilizó las parcelas como contraprestación para fontaneros, constructores y contratistas a los que no podía pagar. Y cada uno construyó en su espacio como le vino en gana.
Un hotel que navega por el Mar Menor
“En 1973, mi padre se dio cuenta de que aquello llevaba una mala deriva“, recuerda Victoria. “Las calidades de los materiales empezaron a bajar, veía que Maestre cada vez hacía las parcelas más pequeñas para vendérselas a particulares, que se estaba masificando a unos niveles incompatibles con el alto nivel… quiero decir, él sabía que su idea se iba a desvirtuar, pero no esperaba que fuese tan pronto. Aquello le creó una tristeza inmensa.
Así, si en la primera década se construyeron viviendas para 1.500 personas, durante las dos siguientes se alcanzaron las 20.000 plazas.
Fue el pistoletazo de un urbanismo fuera de control que dibujó La Manga actual. Con Bonet llorando por las esquinas, Maestre permitió que se construyese en primerísima línea de playa, con las olas rompiendo sobre el hormigón. A resultas, en torno a 240 edificaciones de La Manga son consideradas ilegales por estar dentro de la playa, mientras que el Ministerio de Transición Ecológica ha advertido que corren serio peligro en caso de un incremento del nivel del mar.
Para Maestre, el mar era un activo, nunca una barrera. Creía que, una vez ocupado todo el terreno, tocaba empezar a darle mordiscos al agua. “Maestre tuvo la idea de construir una serie de casas sobre una balsa. La idea era que estuviesen ancladas a tierra, con la posibilidad de soltar amarras y navegar por el Mar Menor a una velocidad de 20 nudos”, relata Domínguez. “Y, al comprobar que nadie quería construir sus casas flotantes, inventó el flotel. Como su nombre indica, se trataba un hotel flotante que tampoco llegó a ver la luz”.
En pleno frenesí urbanístico, Maestre llegó a planear un aeropuerto en la zona ancha de la lengua y una recreación de Venecia, con sus canales y sus puentes de arco, donde los vecinos podrían ir a comprar el pan en góndola. “Aunque muchos proyectos no le salieron, no se puede negar que Maestre era un innovador en materia del negocio turístico. Y tampoco olvidemos que fue el hombre que obligó a que se aprobase el juego en España en 1978 para poner un casino en el hotel Doblemar”, prosigue el historiador.
El giro de sensibilidad urbanística se reflejó en los turistas de La Manga, que poco a poco fueron cambiando el polo por la camiseta Imperio. Durante los años 80, se experimentó un crecimiento tan acelerado que las infraestructuras se quedaron pequeñas: había cortes de agua, la carretera siempre estaba atascada e incluso se vertieron aguas fecales al Mar Menor. Estas cuestiones alertaron al gobierno socialista, que primero revocó licencias de construcción por estar demasiado cerca del mar y en 1988 aprobó la ley de Costas, que prohibía la construcción a 100 metros de la costa.
Paradójicamente, una medida que estaba orientada a proteger parajes como el Mar Menor, acabó por agravar su situación. “En los 80 se crea en La Manga un lobby de constructores, el Club Costa Cálida, que redacta un nuevo proyecto para la zona. El PSOE se lo tumba por su proximidad al mar, y lo que sucede es que esos terrenos en los que no se puede construir, se dedican a la industria agrícola. Después sabríamos que son esas explotaciones las que, con sus vertidos, más han contribuido al estado actual del Mar Menor“, afirma Domínguez.
El crecimiento descontrolado dio lugar a otro problema endémico, el del alojamiento. De los 27 hoteles que planeó Antonio Bonet, solo se construyeron cinco. El resto del terreno se vendió para viviendas, de modo que el turista ocasional se encuentra con hoteles vetustos que cobran a 200 euros la noche en temporada alta. “La Manga se ha conformado como una segunda residencia para la gente de Murcia y de Madrid. Nosotros lo llamamos turismo de las tres P (paseo, playa y pipas), que masifica, pero tampoco deja mucho dinero en el comercio de la zona. Son personas que se pasan aquí el verano, haciendo la compra en el Mercadona y comiendo en casa”, dice el historiador.
“Y ese también es el motivo por el que no se hace apenas promoción de la zona a nivel político”, continúa. “Se sabe que los turistas van a venir igual, porque tienen aquí su casa, y los demás es que no pueden venir en masa porque no caben. No hay un plan de futuro para La Manga, nunca lo ha habido“.
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Hoy, La Manga es un desaguisado urbanístico sin parangón. Su arteria principal tiene el tráfico de una avenida neoyorkina, se obliga a los turistas a atravesar aparcamientos privados para llegar a la playa, tiene aún tramos sin acera y permite que los barcos ocupen las costa al anochecer para celebrar fiestas subidas de tono. Un sindiós que, pese a todo, sigue llenando cada verano.
¿Y qué fue de Bonet? “Se marchó de La Manga en 1975 y no regresó nunca. Vivió con la tristeza de que su urbanismo, que hoy se estudia en Harvard o en la Universidad de Buenos Aires, no pudiese hacer de La Manga un lugar mejor. Incluso le dieron unos terrenos allí como pago por un trabajo y me pidió a mí que fuera a firmar los papeles, porque a él le daba demasiada pena ver en lo que se había convertido“, concluye su hija.